Siempre
he creído que lo realmente duro de un maratón es prepararlo. Sí señores, porque
a pesar que considero que se está perdiendo el respeto a la distancia, que
ahora parece que cualquiera puede correr un maratón o que no deberíamos morir
sin hacer un ironman, los maratones se preparan. Se preparan si quieres
disfrutar de él, con cada gota de sufrimiento que lleva incluída, si quieres correrlo
entero, llegar vacío al 40 y sacar fuerzas de sabe Dios dónde para cruzar la
línea de meta.
Lo
duro de un maratón es prepararlo. Son semanas en las que las piernas no dejan
de doler. ¿O no?. Incluso duelen menos cuanto más deprisa vayas.
A mi,
sentada, es cuando todos los dolores afloran. Y a veces no entiendo cómo
corriendo, remiten. A estas alturas paso de preguntarme porqué y espero que
tampoco duelan cuando deban correr de verdad, el 16 de noviembre.
Preparar
maratones te hace duro, te convierte en un sufridor nato. Y llega un momento, en
el que por más palos que te dé la vida, siempre acabas levantándote.
Todos
tenemos rachas malas y rachas buenas, y es curioso cómo en 2 días la vida casi
te de un giro de vértigo. Días en los que crees que no mereces ser tan feliz
como lo eres y días en los que acabas llorando de dolor antes de dormir, dolor
emocional.
El ciclo de la vida. De eso se trata. No sólo hay que ser
maratoniano del asfalto, también hay que serlo de la vida.